No es cosa de magia. Se trata de algo muy sencillo: los espejos son superficies pulidas, muy-muy pulidas que disponen en su reverso de una capa metalizada de plata o estaño que consigue reflejar así toda la luz que recibe. Son precisamente los rayos de luz visibles quienes inciden sobre nuestros espejos, reflejándose con el mismo ángulo con el que incidieron, repitiendo así dicha imagen con el mismo tamaño, forma y color. Es decir, los
reflejos viajan a los espejos justo en el sentido contrario a nosotros. Pero lo más curioso de todo es que dichas imágenes, es decir, cuando nos vemos a nosotros mismos allí impresos, las señales luminosas son transmitidas al cerebro, quien se encarga de ordenarlas y reconstruir la imagen captada, “casi” simétrica a la nuestra.
Es por ello que cuando nos ponemos ante ellos tenemos la impresión de que cuando movemos la mano derecha, parecerá que nuestra figura reflejada ha movido la izquierda, y viceversa. Y qué decir de cualquier palabra reflejada en el espejo… imposible leerla.
Si la superficie no está bien pulida la luz se refleja en varias direcciones
Para que un material refleje la luz de esta manera tan especial debe tener la superficie extremadamente lisa y plana. Las rugosidades en su superficie deben ser más pequeñas que la longitud de la onda que incide.
Si la superficie no está bien pulida la luz se refleja en varias direcciones. Entonces la imagen del objeto observado se vuelve borrosa y confusa. Si la superficie está muy deteriorada directamente no se ve ninguna imagen.
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